Imagina dos tipos de familias:
Cada una alrededor de su propia mesa en una cena familiar típica.
En la familia uno: el niño se porta muy bien: dice lo rica que está la comida, habla de lo que pasó en la escuela y se va a terminar su tarea.
En la segunda familia, la situación es distinta.
Llama a su madre tonta, se ríe cuando su padre dice algo serio y cuando le preguntan cómo va con la tarea, se marcha furioso y cierra la puerta de un portazo.
Parece que todo va muy bien en la familia uno y muy mal en la familia dos.
Pero si entendemos lo que pasa dentro de cada niño, la realidad nos sorprenderá.
En la familia uno, el “niño bueno” tiene toda una gama de emociones que no expresa y más bien reprime para “portarse bien”.
No lo hace porque quiera, sino porque siente que no tiene la opción de ser tolerado como realmente es. Lo regañan severamente si lo hace.
En la familia dos, el “niño malo” sabe que las cosas están bien.
El entorno es cálido y lo suficientemente estable como para recibir la agresión, la ira, las traversuras o la decepción del niño.
Como resultado, se produce un desenlace inesperado...
“El niño bueno” se dirige hacia problemas en la vida adulta, generalmente relacionados con una excesiva obediencia y una autocrítica muy dura.
Por el contrario “el niño travieso” va camino a una madurez saludable, que incluye saber manejar sus emociones, espontaneidad, resiliencia y un sentido de autoaceptación.
Por lo tanto, ser un buen padre muchas veces significa tener un alto grado de tolerancia hacia el mal comportamiento y las travesuras de los niños.
Un buen padre no se desespera fácilmente y permite que los niños expresen lo que tienen dentro.